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Hace un año tuve un pequeño problema. Ese problema sufrió una complicación, y esa complicación acabó conmigo en una ambulancia. Una ambulancia es un sitio en el que lo ves todo desde abajo, como cuando eres pequeño. La experiencia de una ambulancia es, así, la de jugar bajo los muebles, mientras los adultos, encima de la mesa, hablan de un mundo que no es el tuyo. Pero la cascada de recuerdos olvidados no paró ahí. En un quirófano tuve ocasión de oír hablar de mi propia muerte. Siempre es extraño oír hablar de tu propia vida, pero oír hablar de tu propia muerte, algo más pequeño y sin sentido que tu vida, no deja de ser curioso. Por ejemplo, es curioso que oír hablar de tu muerte sea tan poco importante como oír hablar de tu vida. Es más, para cuando escuchas hablar de todo eso, ya has empezado a sentir sensaciones extrañas y atrayentes, autosuficientes. Se trata de una tranquilidad nueva, un ensimismamiento ante la novedad de lo que acontece. Acontece una despreocupación notoria, una percepción grande y nítida de los objetos que contemplas, que adquieren formas y significados rotundos. Acontece una euforia serena, una entrega absoluta a la voluntad de cada segundo que te acaricia. Es un dejarse llevar por una corriente suave y tibia. Nacer, una sensación que no recordamos, se debe de parecer mucho a estas otras sensaciones, que tampoco podremos transmitir. Nacer, de hecho, y por lo que no recuerdo, puede ser, incluso, algo más violento.
Hace un año. Pequeño problema. Ambulancia. Volver al país de debajo de los muebles, y quedarse ahí, no dar el paso definitivo hacia el sueño, en lo que es un primer y profundo contacto con la muerte. He escrito estas líneas para hablar no de todo eso, sino de lo que, en efecto, se apuntó y no se produjo, pues hoy –hoy, un año después, no antes– he observado, bajo esa tesitura, todo lo que he escrito desde hace un año. Y he caído en el hecho de que todos esos escritos podrían no haber sido escritos jamás. Literalmente. Lo que, por primera vez, me obliga a valorar, bajo otra óptica, la pertinencia de lo escrito en un periodo. Y no la encuentro. Los textos no explican una prórroga, o un cambio de sentido, o una iluminación, una nueva interpretación de la vida a tener en cuenta, un antes o un después. De no haberse producido, la no emisión de esos textos simplemente hubiera aludido a una interrupción, repentina y definitiva. Pero luego he pensado que no, que el cese de la emisión de esos textos hubiera sido exactamente lo contrario a una interrupción. Hubiera sido, precisamente, el fin de una interrupción. Desde el momento que naces, interrumpes un orden. Eso se incrementa y confirma cuando empiezas a hablar, y sigue cuando empiezas a escribir o a tomar decisiones, dos cosas que, básicamente, son lo mismo. Morir es dejar de interrumpir. Lo que explica nuestra vida como, básicamente, un intento serio y vehemente de interrumpir. De luchar contra un ruido que, tarde o temprano, volverá a sonar, encima de la mesa. Desde hace un año, en ese sentido, me veo en el deber de informarles que nuestras palabras, nuestras bocas comiendo otras bocas, nuestras manos sobre los senos, simplemente, trascendentalmente, interrumpen, durante un periodo.
Hace un año tuve un pequeño problema. Ese problema sufrió una complicación, y esa complicación acabó conmigo en una ambulancia. Una ambulancia es un sitio en el que lo ves todo desde abajo, como cuando eres pequeño. La experiencia de una ambulancia es, así, la de jugar bajo los muebles, mientras los adultos,…
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