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Si la vida es un viaje, estamos siempre en camino. Como ocurre a los niños perdidos que capitanea Peter Pan, hay quienes pierden la orientación. Y, si la vida es un viaje, perderse es fracasar vitalmente; y podría ocurrir.
Tener conciencia de eso, vivir la sensación de que el asunto es grave, es un primer paso. Algo de esto parece sentir Dante Alighieri (1265-1321) cuando escribe los célebres versos iniciales de la Divina Comedia (1304-1321):
«En mitad del camino de la vida,
Me hallé perdido en una selva oscura
Porque me extravié del buen camino»
Dante parte de una situación personal, una experiencia íntima, para iniciar su obra. Una obra que empieza mal, como vemos; o muy mal porque la obra tiene tres partes y esto que citamos es el Infierno.
La obra empieza mal porque una vida así sentida es una vida amarga, dolorosa; pero acaba bien: por eso Dante la llama «comedia». Pero no cualquier comedia sino algo más. Porque toma como punto de partida un aspecto concreto de su vida y de la vida de todos los que alguna vez nos hemos sentido perdidos, extraviados; pero en esa historia que es de Dante y de todo hombre, hay esperanza.
Porque no estamos solos. Porque la ternura, que es el nombre que usa el amor cuando mira a los necesitados, está interesada en nosotros y no nos abandona. Por eso esta obra halla su nombre más cabal cuando se denomina «divina».
La Divina comedia es una tarea de arquitecto o de orfebre, en la que Dante encaja sentimientos, personajes, aspiraciones y decepciones, vivos y muertos. Es un compendio de la sabiduría cristiana, de la erudición medieval, del saber en el sentido más amplio posible: psicológico y espiritual, cosmológico e histórico. Y ahí caben tantas situaciones, tantos personajes que van desde Lucifer o San Miguel hasta Sócrates o Jaime II de Aragón pasando por Mahoma o Carlomagno. Y Dante, creador y criatura.
Hay muchas ideas y personajes pero uno es el asunto central. Lo esencial de la obra según el propio Dante. Se trata, recordémoslo, de la sensación de haber perdido el camino correcto (la diritta via era smarrita, v. 3) en la vida. Sentir que nos hemos perdido, que nuestra vida va mal, da vértigo, hace que el temor paralice y aturda. Necesita Dante y necesita el lector (si es que, al final, no son lo mismo) una ayuda, algo que le haga reaccionar, que encienda la esperanza. Porque hay esperanza.
Ese es el hilo conductor: hay esperanza en un futuro mejor, individual y colectivo, temporal y eterno. El mal momento es eso: un momento, una toma de conciencia de que hemos errado. El error al caminar proviene de haber perdido de vista el fin, el sentido: para qué vivimos. Y la respuesta de la sabiduría es nítida: el amor.
«Ni el creador, ni criatura alguna,
hijo mío, surgieron sin amor»,
(Purgatorio, XVII, v. 91).
El amor es todo: de ahí venimos y a él nos dirigimos. Ser radical, ir a la raíz es renunciar a sucedáneos. Saber que sólo el amor nos merece y vivir a la luz de esa verdad. Dirigir la vida según esta luz es tarea ardua, camino laborioso pero ese es el camino de la vida y ese es el itinerario de Dante y del lector (si es que, al final, no son lo mismo) en la Divina Comedia.
El primer paso, tras la conciencia de haber errado por las propias fuerzas, es ser consciente de que necesitamos ayuda, maestros, guías. Y Dante selecciona entre los hombres formidables que escribieron obras que han mejorado nuestras vidas. Se dejará guiar por la sabiduría de Virgilio, de los buenos libros.
Con Virgilio inicia el camino. Se encuentra, recordémoslo, perdido en la selva oscura, en el infierno porque la vida sin rumbo y sin sentido puede, incluso, ser dinámica y estimulante pero es un infierno.
Antes de entrar en el Infierno propiamente dicho se encuentra la «secta d’i cattivi, de los viles pusilánimes» que «sin infamia y sin loor vivieron» y que «van con el coro vil de aquellos ángeles que a Dios no fueron fieles ni rebeldes porque pensaron sólo en su partido: ma per sé fuoro».
Estos no pueden estar en el cielo porque no amaron pero tampoco los quiere el infierno: «estos deshechos, jamás estuvieron vivos; questi sciaurati, che mai non fur vivi», (Infierno, III, v. 64). Quien ha renunciado a escuchar su más íntimo deseo y se ha dejado llevar por la corriente, como un pez muerto, se ha apartado de la fuerza que guía el mundo y su vida. No asumen el reto de elegir el bien y repudiar el mal y nadie (ni Dios ni el diablo) los quiere: nunca estuvieron vivos.
Quienes sí viven y trajinan pueden tomar el camino que los interna más y más en la selva oscura, que nuestra esencia es deseo pero no todo lo que deseamos nos mejora ya que el amor puede ser ordenado o no, el impulso «es semilla de todas las virtudes/ y de todas las obras condenables» (Purgatorio, XVII, 104-5). Podemos, en suma, alejarnos del amor. Y una vida sin amor es un infierno sin esperanza, como se lee en la misma puerta de entrada: «Los que entráis, abandonad aquí toda esperanza: Lasciate ogne speranza, voi ch’intrate», (Infierno, III, v. 9).
Dante toma conciencia de la posibilidad de convertir, con sus elecciones y sus acciones, su vida en un infierno. Pero eso no lo quiere nadie. Queremos una vida dichosa, que responda al más profundo deseo: amar y ser amado. El hombre no es un ángel que decide la suerte eterna en un solo acto; la vida humana es lucha, proceso, avance y retroceso. Por eso se habla de un itinerario, de un camino hacia lo bueno y lo mejor.
Hablamos de un itinerario amoroso hacia el Amor. En Dante es destacable el hecho de que no es un religioso, no quiere recluirse en un monasterio: él ama a una mujer y a ella quiere entregarse, quiere vivir en la sociedad y gozar de una familia.
La sabiduría antigua (Virgilio) le ha guiado para no convertir su vida en un infierno, para purificar (Purgatorio) su mirada. Entonces puede mirar limpiamente a la mujer que ama y descubrir la belleza que colma de gozo su corazón. Pero Beatriz tiene que advertirle que ella no es el cielo: ella está, como todos los que han vivido dignamente, en el cielo.
El amor humano es parte esencial del camino, pero no es todo: hay más y Dante va purificando más y más su mirada en el Paraíso de modo que va descubriendo más y más la belleza de Beatriz y avanza de la mano de Beatriz, ambos juntos, como dos que son uno.
En el cielo hay muchos lugares, cada uno ocupa el que le corresponde según el designio divino pero «cualquier lugar del cielo es paraíso», (Paraíso, III) y ahí es feliz. Porque está donde íntimamente desea, como el pez que está en el fondo del mar y las aves ocupa su lugar en lo alto: no hay lugar mejor o peor.
Dante ha descifrado la perfección con que Dios ha hecho el mundo, ha mostrado el cosmos «como el geómetra empeñado en mensurar el círculo» (Paraíso, XXXIII, 133-34) pero llega un momento en que descubre que su inteligencia no es suficiente, que «sus alas no bastan» (139), que su razón se queda corta.
Es hora de dejarse sorprender, de aportar nuestro impulso vital íntegramente a lo que desde el inicio nos acogió sin que lo supiéramos y entonces todo está bien porque «mi voluntad y mi deseo giraban con la fuerza del amor que mueve el sol y las demás estrellas». Eso es el paraíso, la felicidad, la vida en plenitud.
Y eso es lo que Dante y el lector (si es que, al final, no son lo mismo) buscaban desde el principio, sin saberlo y notarlo, quizá porque es como el agua para los peces, como el aire en el que nos movemos, respiramos y somos.
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