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De la célebre Generación del 27 fuimos sabiendo, muy poco a poco, que no solo estaba compuesta por aquellos ocho poetas canónicos que conquistaron los libros de texto desde hace tantas décadas, pues al margen de Lorca, Alonso, Alberti, Diego, Guillén, Salinas, Aleixandre y Cernuda, había existido una nutrida periferia de poetas valiosísimos en aquellos mismos años que tal vez por no haber sido del núcleo duro de la Residencia de Estudiantes no constaban en la nómina, y no solo eran Manuel Altolaguirre, Emilio Prados o Fernando Villalón, sino una lista interminable de poetas del sur, del norte y hasta de las islas a los que les costó asomar sus nombres vinculados a la Edad de Plata, desde Antonio Espina hasta Joaquín Romero Murube; desde Pedro Pérez-Clotet hasta Juan José Domenchina; desde José María Hinojosa hasta Pedro Garfias, y el etcétera era larguísimo. Pero costó mucho más tiempo que proyectos como el de Las Sinsombrero, que se hicieron muy populares de la mano de un documental coproducido por RTVE y auspiciados por Tania Balló, Manuel Jiménez y Serrana Torres en 2015, rescataran del olvido a otras ocho mujeres que habían convivido con sus compañeros de letras y habían producido tanta literatura como ellos, como fueron los casos de Concha Méndez, Josefina de la Torre, Ernestina de Champourcín, María Teresa León, Margarita Manso, Marga Gil Roësset, Rosa Chacel o Maruja Mallo, algunas de las cuales eran artista de disciplinas más plásticas que poéticas pero cuya invisibilidad, en cualquier caso, había levantado ampollas en el revisionismo feminista de no hace todavía ni una década. Sin embargo, en estos últimos años se ha profundizado tanto en esa brecha de género, en ese rescate de escritoras fundamentales en el corpus poético de la primera mitad del siglo XX, que investigadores como José Luis Ferris han sorprendido con una aportación a lo grande de mujeres poetas de las que nadie había oído hablar en el último medio siglo a pesar de que muchas de ellas llevaron una vida cultural hiperactiva en las décadas de los 20 y de los 30 e incluso luego.
La antología de Ferris, publicada hace solo unos meses en Austral, se titula Mujeres del 27, y pone en negro sobre blanco más de 120 escritoras que sufrieron la cruel injusticia de la indiferencia, el incomprensible silencio y el olvido, si bien dedica el libro especialmente a 17 de ellas: Lucía Sánchez Saornil, María Luisa Muñoz de Buendía, Rosa Chacel, Concha Méndez, María Cegarra, Margarita Ferreras, Cristina de Arteaga, Elisabeth Mulder, María Teresa Roca de Togores, Josefina de la Torre, Ernestina de Champourcín, Carmen Conde (estas dos tan increíblemente prolíficas), Ana María Martínez Sagi, Marina Romero, Josefina Romo Arregui, Manuela López García y María Teresa León.
Profundizar en las circunstancias y en las obras de cada una de ellas resulta apasionante porque hemos superado un siglo, el XX, en el que el drama de la guerra civil y el posterior exilio han copado la atención de los mismos estudiosos que habían olvidado por completo hasta qué punto ese mismo drama se había cebado especialmente con las escritoras e intelectuales contemporáneas y compañeras de tantos autores archiconocidos porque, más allá de los sufrimientos propios del destierro, ellas –que tanto habían luchado por la supervivencia doméstica y el éxito de sus compañeros- habían sido castigadas con la indiferencia. “Hay libros que no deberían existir; este, por ejemplo”, apunta Ferris al comienzo de su propia introducción. “Poner en manos del público lector un libro como este es la prueba evidente de que algo no ha funcionado bien desde hace más de un siglo; algo tan elemental e injustificable como reconocer que el destino –y quienes lo diseñan y manipulan- tenía dispuesto para ellas un ignominioso olvido o, mucho peor, el legado invisible y corrosivo de la ignorancia: lo que no se conoce, sencillamente, no existe”.
“Las niñas no son nada”
De la madrileña Concha Méndez suele contarse que era la mujer de Manolo Altolaguirre, con quien se casó en los años de la II República y con quien montó una industriosa imprenta que lanzó muchos libros y revistas fundamentales de aquellos años, tanto aquí como luego en los exilios cubano y mexicano, pero pocas veces se ha subrayado su silencio previo en aquel noviazgo de siete años con el cineasta Luis Buñuel, que fue quien la mantuvo al margen de toda su actividad en la Residencia de Estudiantes de la Institución Libre de Enseñanza. Concha habría de contar tantos años después, en sus memorias, que ante la repentina ausencia de Buñuel, decidió llamar a la Residencia para obtener alguna noticia del novio extrañamente desaparecido, y que tuvo la suerte inmensa de que descolgara el teléfono nada menos que Federico García Lorca, que al cabo sería su nexo de unión con Altolaguirre. Poco después asistió Concha a un recital del granadino. “Federico recitaba expresándose con las manos; no era solo la voz de donde emanaba la poesía, sino de todo su cuerpo. Quedé contentísima. Y fue esa noche, al volver a casa, cuando, en silencio, por la alegría, escribí mis primeros poemas”, recordará la autora de Inquietudes, de 1926, por ejemplo, o de Surtidor, de 1928, o de Canciones de mar y tierra, de 1930. “Y ya no he de volver a aquella playa… / ni a jugar en su mar y por su arena… / ni a escuchar de su brisa las canciones… / ni a tostar en su sol mi piel morena… / Ni volveré a la Isla pequeñita / adonde fui mil veces, nadadora, / dueña del mar en los atardeceres / en cada mediodía y cada aurora…”…
La mayor de diez hermanos, Concha estudió en un colegio francés y destacó en varias disciplinas deportivas, especialmente en natación. Durante los veranos que pasó en Santander o San Sebastián, nadaba a mar abierto en las frías aguas del Cantábrico, y llegó a ganar numerosas competiciones, y fue durante el verano de 1917 cuando conoció a Buñuel… Luego, después de casarse con Altolaguirre, y de exiliarse con él primero a París, luego a Cuba y más tarde a México, terminó por divorciarse en 1944, aunque eso no le impidió llorarlo incluso en sus propios poemas cuando Manuel falleció en España junto a su nueva mujer en un accidente de coche mientras regresaba desde San Sebastián tras haber participado como productor de una película.
“Me gusta andar de noche las ciudades desiertas, / cuando los propios pasos se oyen en el silencio. / Sentirse andar, a solas, por entre lo dormido, / es sentir que se pasa por entre un mundo inmenso. / Todo cobra relieve: una ventana abierta, / una luz, una pausa, un suspiro, una sombra… / Las calles son más largas, el tiempo también crece. / ¡Yo alcancé a vivir siglos andando algunas horas!”, escribiría ya en La Habana, comenzada la guerra civil en España, quien ya había viajado –ella hablaba de sus “exilios”- por ciudades tan remotas como Londres o Buenos Aires. Desde tan lejos, ella nunca pudo olvidar aquella visita de un amigo de sus padres, que les preguntó a sus hermanos qué querían ser de mayores. Como notó que a ella no le preguntó, Concha se acercó al señor y le dijo que ella sería capitán de barco. “Las niñas no son nada”, le contestó el hombre. “Por estas palabras le tomé un odio terrible a este señor. ¿Qué es eso de que las niñas no son nada? Empecé a pensar. Yo era una niña que estaba inconforme con mi medio ambiente”, contaría tantos años después… En 1900, el 72% de las mujeres españolas eran analfabetas (frente al 56% de los hombres).
“No vengas, Muerte, todavía / que aún tengo que tejer la larga escala / que ha de subirme allá donde deseo; / debo cumplir mi dharma, / hacer, hacer, hacer las cosas que aquí debo”, escribiría en uno de sus últimos poemarios, Entre el soñar y el vivir (1981). “Porque tengo una deuda / para conmigo misma. / Vine para algo más que pasar como sombra. / Dentro de mí una luz quiere salir afuera. / No vengas todavía, dale tiempo a mi tiempo”.
El Lyceum Club Femenino
No hay que olvidar que ya en 1915, bajo la dirección de la pedagoga María de Maeztu (hermana de aquel Ramiro de la Generación del 98 más conocido por su nombre que por su obra), se fundó la Residencia de Señoritas. Once años después, en 1926, se creó el Lyceum Club como una plataforma pública de la emancipación femenina, un club de señoras inspirado en los Lyceum de Londres, París y otras capitales europeas. Como vicepresidenta contó con Victoria Kent, y como secretaria, con Zenobia Camprubí, la siempre emprendedora esposa de Juan Ramón Jiménez. Entre sus habituales, Carmen Baroja, María de la O Lejárraga, Elena Fortún o María Teresa León. Para los poderes patriarcales y eclesiásticos, el Lyceum era “una especie de casino de depravadas donde la mujer perdía el sentido de la dignidad y se convertía en enemigo natural de la familia”, según detalla Ferrín en su introducción, donde recuerda que el mismísimo Jacinto Benavente, ya Premio Nobel, se negó a participar en ninguna actividad del Lyceum inaugurando con su desprecio una frase del lenguaje cotidiano: “¿Cómo quieren que vaya a dar una conferencia a tontas y a locas?”.
A los escritores de la generación anterior, desde luego, no les cabía en la cabeza que a las mujeres pudiera interesarles la cultura, y no solo eso, sino que les influyeran, como a sus compañeros de generación, primero el tibio aroma romántico de Bécquer, luego el simbolismo disfrazado de Modernismo que trajo Rubén Darío, más tarde las vanguardias que aglutinó Ramón Gómez de la Serna, incluso la poesía pura que representó Juan Ramón e incluso todo el torrente del neopopularismo… Pero así fue, como se demuestra por el hecho de que también a ellas les fuera influyendo el devenir de las etapas que suele identificarse en ellos, hasta 1927, luego en esa etapa rehumanización que llegó hasta el año 31, más tarde hasta la guerra civil y finalmente a partir de tanto exilio, protagonizado igualmente por nombres como María Teresa León, concha Méndez, Ernestina de Champourcín, Josefina Romo Arregui, Marina Romero, Ana María Martínez Sagi o Lucía Sánchez Saornil, muchas de ellas asumiendo el doble rol de madre y padre de familia; otras sobrellevando la tragedia de sus hijos muertos o la de la imposibilidad de ser madres.
Ultraísmo y anarcofeminismo
Una de las figura más interesantes rescatadas por Ferris es sin duda la de Lucía Sánchez Saornil, nacida en el seno de una familia obrera en el madrileño barrio de Peñuelas a finales de 1895. Huérfana de madre desde muy pronto, se ganó la vida como operadora de Telefónica y fue la autora más destacada del Ultraísmo-Creacionismo, publicando sus versos en las principales revistas de la época –desde Grecia hasta La Gaceta Literaria, pasando por Plural o Cosmópolis-, aunque siempre bajo el nombre masculino de Luciano de San-Saor y expresando un deseo homosexual y de amor lésbico inédito en la poesía española. “Has jugado y perdiste: eso es la vida. / El ganar o perder no importa nada; / lo que importa es poner en la jugada / una fe jubilosa y encendida. / Todo lo amaste y todo sin medida. / ¿Cómo puedes sentirte defraudada / si fuiste por amor crucificada / con un clavo de luz por cada herida?”.
Excelentes traductoras
Tanto la onubense María Luisa Muñoz, casada con el poeta Rogelio Buendía en 1916, como la vallisoletana Rosa Chacel, casada con el pintor Timoteo Pérez Rubio en 1921, serán excelentes traductoras que harían de esta labor el nudo gordiano de sus supervivencias en lo peor de sus épocas allá donde sobrevivieron. Las dos nacieron el mismo año que Lorca, por ejemplo, o que Concha Méndez, es decir, en 1898, el año del Desastre. María Luisa Muñoz de Vargas, que acabaría apellidándose Buendía por su marido, se crio en el ambiente culto y refinado de una familia emparentada con la Rio Tinto Company Limited, y por eso pudo estudiar en Inglaterra. Conoció a Rogelio porque este era precisamente el médico de la compañía minera de Riotinto y fue él quien la introdujo en los círculos vanguardistas de los años 20 y en las revistas incluso internacionales de más prestigio como Alfar, Isla, La Gaceta Literaria, Pictorial Review (de Nueva York) o Papel de Aleluyas, fundada por Adriano del Valle, Fernando Villalón y el mismo Buendía. María Luisa firmó desde el principio sus poemas, novelas, cuentos o dramas con diversos seudónimos, como Luchy, Luchy Muñoz de Vargas o Félix de Bulnes. Colaboró en tertulias radiofónicas y tradujo a novelistas de la talla de Aldous Huxley o Somerset Maugham, al margen de realizar junto a su esposo la primera traducción al castellano de los English Poems de Fernando Pessoa, si bien todas las referencias históricas le atribuirían esta labor exclusivamente a su marido. María Luisa se carteó toda la vida con Benito Pérez Galdós y cultivó una amistad decisiva con Juan Ramón y Zenobia, y al amparo del poeta de Moguer, que le firmó el prólogo, se publicó en 1934 su primer libro, Bosque sin salida. “Se me ha perdido en el silencio / el eco de tu voz; / por encontrarlo voy cantando / por el camino una canción, / una canción olvidada / como una fruta encontrada / en el fondo de un arcón. / ¡Ay! Qué alegre campesino / me prestaría hoy su arado, / quiero surcar bien la tierra / donde tu voz se ha enterrado / y que broten tus palabras / como flores por un prado”. Cuando acabó la guerra civil encarcelaron a Rogelio solo por ser republicano y María Luisa sobrevivió publicando cuentos y novelas románticas y traduciendo obras del inglés. Cuando en 1946 fue liberado Rogelio, ganó la plaza de médico titular en Elche y allá que se marcharon, donde ella terminaría escribiendo el resto de su obra (Lluvia en verano, La princesita de la Sal…).
Aunque Rosa Chacel haya pasado a la historia como novelista, sobre todo por aquel Barrio de Maravillas –inspirada en el madrileño barrio de su abuela- que tanto le costó terminar hasta su vuelto del exilio de Río de Janeiro, su labor poética fue breve pero más significativa de lo que puede aparentar en aquellos años en que su presencia era imprescindible en todas las tertulias madrileñas. Vivió en Roma entre 1921 y 1927 –por una beca de su marido para estudiar allí- y luego en Berlín. En 1936, la pareja y la conformada por Alberti y María Teresa León fueron los responsables de organizar la evacuación de los cuadros del Museo del Prado… Luego vino el exilio, a París, a Buenos Aires y finalmente a Río de Janeiro, donde se dedicó principalmente a la traducción… Al margen de sus conseguidos sonetos en A la orilla de un pozo (1936), su otro gran poemario se publicaría en 1978: Versos prohibidos. “La culpa se levanta al caer la tarde, / la oscuridad la alumbra, / el ocaso en su aurora… / Se empieza a oír la sombra desde lejos / cuando el cielo está limpio aún sobre los árboles / como una pompa verdeazul, intacta, / y el silencio recorre / los quietos laberintos de arrayanes”.
Ernestina de Champourcín
Poesía y locura
La antología de Ferris no deja en el olvido, como hasta ahora, a una poeta extraordinariamente distinta y misteriosa como fue Margarita Ferreras, que después de publicar su único libro, Pez en la tierra, se perdió en la niebla de los años y en una oscura posguerra de sanatorios de los que nunca más volvió a salir, a pesar de haber conquistado con su belleza deslumbrante a tantos hombres de la época, incluido al infante don Fernando de Baviera. “Corre por su venas azules la caricia de oro… / ¡Cómo acelera sus latidos el corazón salvaje!”. De hecho su poemario había nacido tras un enorme desasosiego, una traición amorosa y un desamparo afectivo y económico. Margarita se llevó mucho tiempo confiando en que el infante le iba a pasar un dinero prometido, hasta el punto de que el escritor Francisco Ayala llegó a asesorarla jurídicamente… Asegura Ferris que “extraña que, salvo excepciones, Ferreras sufriera un silencio tan significativo y una ausencia total en las memorias escritas de aquellos compañeros y compañeras de generación que leyeron Pez en la tierra, que tuvieron en sus manos un libro de voz única, insólito, original, tan avanzada para su época; un libro que vino a ser el testimonio y el testamento lírico de una mujer atrapada en las arenas movedizas del amor, de la pasión, del abandono y de la miseria de un mundo que, probablemente, no le correspondía”.
“Sentí mi cuerpo aletear y desplazarse. / Infundida en aquella / sutilidad vibrante / sacié mi sed de dilatarme. / Besé la nieve de las cumbres, / la boca pasional de los volcanes. / Caí precipitada en un abismo, / ondulé por colinas y valles / y sentí la caricia en el mar / de millones de bocas vibrantes. / Arrastré gritos de agonía, / el polen de las flores / y el deleite del beso”, escribió en su Pez en la tierra, que incluía arte mayor y menor, siempre de un erotismo insólito en la época: “Por la verde, verde oliva / y el verde, verde limón, / se acercan los ojos negros / con un hechizo de amor. (…) / Los martillazos del pecho / la van poniendo amarilla, / las piernas se le desmayan / y le amarga la saliva. / Enroscándose ella misma / el cuerpo de la culebra, / dice con voz de martirio / y al mismo tiempo de entrega. / Yo he visto unos ojos negros / en una cara morena, / si no ha de ser para mí / que se los coma la tierra. / Por la verde, verde oliva / y el verde, verde limón, / ya se van los ojos negros / arrastrando un corazón”.
La antología de Ferris presenta, con generosidad de datos y de poemas, a otras poetas inconcebiblemente silenciadas durante tantos años, como Elisabeth Mulder, que después de haber ejercido de novelista, poeta, dramaturga, crítica literaria y traductora, como la mayoría –ella sabía francés, inglés, italiano y ruso-, y tras medio siglo cosechando éxitos, abandonó la literatura, dejó de publicar y entró en una etapa de desengaño que abarcó los últimos veinte años de su vida. Su primer poemario, Embrujamiento, es de 1923. “Venus frágil y bonita, / deliciosa muñequita / fragante y artificial, / que te cuidas con esmero / para darte a don Dinero / porque es tu único ideal”. Sinfonía en rojo, de 1929, es un poemario más maduro y que preocupó más a su marido, que lo retiró del mercado. “¿Adónde iré que vaya sola / si siempre voy conmigo? / No temo viento, tierra y ola, / que soy yo mi enemigo, / el sol que me arrebola / y el fuego en que me abrigo. / ¿Adónde iré que vaya sola / si siempre voy conmigo? / Amor, Dolor, Fracaso y Muerte, / ¡yo jamás os temí! / No tengo miedo de la suerte, / tengo miedo de mí, / que soy la sima y el desierto / y el espejismo en que se abisma / la fría imagen de ese muerto / que soy yo misma”.
Hay algunas poetas absolutamente desconocidas hasta ahora, como Marina Romero (1908-2001), profesora de Lengua y Literatura en al Universidad de Rutgers (Nueva Jersey) hasta su vuelta a España en 1970… En su último libro, tan justificadamente titulado Poemas de ida y vuelta, de 1999, escribirá: “Que me abrace el mar, / que me acaricie el mar, / que me ponga palomas blancas / en los labios, el mar. / Rodeada de su azul, / de su gris, / por todas partes el mar. / Marina yo, su amante. / Que me arome la jara del monte, / que me cante el tomillo del monte, / que me ponga miel en la boca / el monte. / Anegada de su verde / de su rojo, / por todas partes el monte. / Romero yo, su amante”.
El rescate de tantas y tantas poetas de aquel tiempo mítico e infinito que supuso el 27 es, en fin, una labor de reparadora justicia que tendrá que ir proliferando con el tiempo, conforme en los centros educativos dejen de justiciarse aquellas doloridas palabras de María Teresa León en Memoria de la melancolía, todavía en el exilio de todas las miradas: “Estoy cansada de no saber dónde morirme (…) Estoy cansada de hilarme hacia la muerte. Y sin embargo, ¿tenemos derecho a morir sin concluir la historia que empezamos? ¿Cuántas veces hemos repetido las mismas palabras, aceptando la esperanza, llamándola, suplicándola para que no nos abandonase?”. La poesía es siempre una semilla que puede tardar hasta siglos en florecer definitivamente.
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