Fui, vi y escribí: Emilia, de una vez y para siempre

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Emilia Gutiérrez (Buenos Aires, 1928-2003) “Nora”, 1969. Óleo sobre tela, 55 x 70 cm. Colección Familia Levinas (Foto Nacho Iasparra)

Hola, ahí.

Muchas veces me pregunto adónde va a parar el conocimiento de las personas que mueren. No me alcanza con saber que en algunos casos escribieron libros o que tuvieron discípulos y eso les permitió transmitir algo de ese caudal de información. Y si no es consuelo es porque mi pregunta —aunque ingenua— es bien concreta: ¿adónde van a parar esas ideas, esos recuerdos, esos pensamientos que se acumularon por años? ¿Qué se hace de esos versos, de esas obsesiones que estuvieron ahí, en esas cabezas que ya no están?

Pienso en todo lo que no pudo concretarse, en los proyectos de obra, en lo que no se dijo, en lo que no se confió a nadie.

Me resulta desolador aceptar que todo eso desaparece junto con la persona que se apaga.

Hay una sola cosa que puede, tal vez, equilibrar tanta pérdida y es la emoción que provoca la recuperación de obras valiosas y biografías desconocidas que, por diferentes razones, terminaron sepultadas por la historia. Hablo del entusiasmo por conocer aquello que no estaba inscripto en la cultura colectiva y que de pronto emerge en toda su belleza y su potencia. Esa sensación se parece mucho a un regalo inesperado.

Exactamente eso me pasó en estos días.

Emilia Gutiérrez, “El Paseo del Diablo”, 1974. Óleo sobre tela, 45 x 55 cm
Cortesía Cosmocosa. (Foto: Nacho Iasparra).

“La flamenca”

Había leído algunas notas sobre la muestra de Emilia Gutiérrez en la Colección Fortabat y, sobre todo, había visto fotos de su obra, imágenes que definitivamente me indicaban que era por ahí, que seguramente iba a interesarme ver esas 90 pinturas y 14 dibujos expuestos en las salas del moderno museo de Puerto Madero. Un detalle: todos los artículos que había leído ponían el acento en la vida de la artista y en las circunstancias por las que había abandonado la pintura. Y se entiende por qué.

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Emilia Gutiérrez nació en el barrio de Flores, en 1928. Luego de su nacimiento, su madre cayó en una depresión posparto que derivó en psicosis y en internación. Como su padre viajaba mucho por trabajo, acorde a los tiempos que corrían fue Esperanza, la abuela materna, quien se hizo cargo de Emilia y de Lidia e Ilda, sus hermanas mayores. Y no, claro, nada de todo esto parece un buen comienzo para una vida.

Emilia Gutiérrez (1928-2003), en tiempos luminosos.

Siempre solitaria y retraída, Emilia estudió arte en la escuela Fernando Fader y luego asistió al taller de Demetrio Urruchúa, adonde llegó ya muy formada y no hizo amistades en ese espacio. El maestro decía que la dejaran sola, que ella sabía. De esa etapa de su vida conservó el apodo “la flamenca”, cuyo origen se encuentra en su fascinación por la pintura de El Bosco La extracción de la piedra de la locura y porque sus colores preferidos eran justamente los de los artistas flamencos: ocres, verdes apagados, caoba y azules, además de la elección del formato pequeño y el óleo.

Algo que la distingue de su tiempo es que mientras los artistas de su generación exploraban formas nuevas y de ruptura con la tradición, Emilia se refugiaba en la historia del arte o, mejor, no se guiaba por ninguna tendencia y volcaba en sus obras la oscuridad de su interior.

En la década del 50 trabajó como diseñadora gráfica en la editorial Codex y en 1953 se casó con el artista y director gráfico de EUDEBA y del Centro Editor de América Latina, Oscar Díaz. El matrimonio duró cinco años.

Emilia Gutiérrez, “La buceadora”, 1974. Óleo sobre tela, 50 x 40 cm. Colección Miguel Larreta. (Foto Nacho Iasparra)

La marca de la enfermedad de su madre dejó huella. En 1963, a los 35 años, inició un tratamiento psiquiátrico y poco después comenzó a exponer, luego de que Carlos Alonso le tendiera un puente con el mundo de las galerías gracias a la insistencia de León Berlín, el empresario que era esposo de Ilda, la hermana de Emilia. Participó de muestras colectivas y tuvo también algunas individuales. En mayo de 1965 inauguró la primera en la Galería Lirolay. Ese mismo mes de ese mismo año, a unos metros apenas, Marta Minujín y Rubén Santantonín presentaban La Menesunda en el Instituto Di Tella. La obra de Emilia no estaba en sintonía con su tiempo.

Los personajes de Emilia Gutiérrez no tienen edad y son tan reales como fantasmas. Ojos vacíos, ojeras, cabezas calvas, sombras, muchas sombras. Mesas en las que hay comida que nadie toca. Hombres y mujeres que son niños y ancianos y una soledad que da frío. Mujeres de sombrero que esperan en vano. Ecos de Munch, ecos de Ensor.

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También hay fantasmas, calaveras y bufones en sus pinturas. Formas y colores inquietantes, espectrales, perturbadores. Profundamente hermosos en su extrañamiento.

”Nada importante hay en mi vida. En los cuadros está el mundo de mi infancia, que no fue muy alegre”, dijo en una entrevista con la revista Primera Plana, como si hiciera falta.

Emilia Gutiérrez, “Comparsa”, 1975. Óleo sobre tela, 50 x 70 cm. Colección Nubar Doulgerian (Foto Nacho Iasparra)

“Los colores me hablan”, le comentó Emilia a un joven psiquiatra y para sacarse el problema de encima el hombre le recomendó abandonar la pintura. Algunos aseguran que ese profesional que le indicó retirarse y la condenó al aislamiento es hoy un terapeuta conocido.

Fue por esas alucinaciones auditivas que dejó de pintar en 1975, de manera que la producción de su apabullante obra pictórica que comienza a ser reconocida se concentró en diez años; luego llegó el dibujo, en blanco y el negro y con apenas alguna gota de color en pocas obras. Su don seguía intacto.

Estuvo encerrada en su departamento de la calle Federico Lacroze, en Belgrano, durante los últimos treinta años de su vida. Murió en 2003.

Obsesiones y flechazos

El periodista y coleccionista de arte Gabriel Levinas era compañero de colegio de dos sobrinos de Emilia y conocía su obra desde siempre aunque recién se hizo cargo de ella hace unos años. Dice que el primero en advertir el valor de la obra fue el crítico Raúl Santana, que él demoró un poco más: “Sin darme cuenta, Emilia me capturó”.

Algo parecido dirá Rafael Cippolini, gran ensayista, docente y curador y responsable de Emilia, la muestra que me deslumbró el domingo pasado a la hora de la siesta. Algo sucede con esta obra que despierta obsesiones y flechazos, pienso. Algo sacude el interior de quien se encuentra de pronto con cierta forma de la belleza desconocida, inesperada.

Rafael Cipollíni y el “Angel” de Emilia Gutiérrez. (Foto: Pablo Jantus)

Así me contó Cippolini su propio romance, cuando respondió amorosamente unas preguntas enviadas por correo:

”Conocí la obra de Emilia en un ArteBA, hace poco menos de veinte años, en un stand de Gabriel Levinas. Quedé flechado. Busqué material y encontré un libro, por entonces recién editado, y vi que el diseñador era un amigo de toda la vida, Eduardo Rey. Eduardo me había hablado de la obra de Emilia pero como no había visto obra suya, no asocié. Desde entonces tuve ganas de hacer una exhibición como la que ahora hice. Paciencia no me falta. En el 2019 conseguí, gracias a Amparo y Teo Discoli de Cosmocosa, hacer una muestra que se llamó Flamenca, que fue una expo de cámara, de unas pocas obras. Fue una especie de prólogo para generar las condiciones para que la muestra que hoy es una realidad sea posible”.

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“Lo que me impactó de una vez y para siempre de las pinturas de Emilia Gutiérrez fue su sensibilidad única, su mundo. Su historia personal la conocí después. Los retratos, las naturalezas muertas, las escenas barriales desencajadas, pero sobre todo sus recursos y el uso del color”.

También le pregunté al curador cuáles eran sus obras favoritas y cuál imaginaba que era el público posible para una obra como la de Emilia G.

“Mujer”, de Emilia Gutiérrez.

”Me gusta mucho La buceadora, de 1974. También Mujer, del mismo año. Las dos expuestas en la última muestra de pinturas de la artista. Y dos del año anterior: El ángel y Capricho. Con respecto al público, cada obra construye el suyo. Mi prioridad es que la obra sea la protagonista. Veo muchas muestras en las que los recursos curatoriales importan más que la obra. En este caso, para mí uno de los desafíos fue el trabajo con el color y el diseño de las salas, todo a favor de cada una de las pinturas”.

Por su universo y sus trastornos la comparan o la asocian con Alejandra Pizarnik, con Mildred Burton y con Aída Carballo. Sin embargo, tanto Levinas como Cippolini señalan que decir que la pintura de Emilia Gutiérrez atrae porque es la obra de una persona tocada por la locura es jibarizar su talento, minimizarlo; es, de alguna manera, volver a sepultarla en la historia. Ambos coinciden en que la pintura justamente la alejaba de la enfermedad porque la depositaba en otro mundo y la ayudaba a salir de la angustia que la corroía.

El editor Roberto Montes es dueño de cinco de las piezas que se exhiben en la muestra. Dice que el término “coleccionista” le queda grande: “Soy un pobre con algo de ojo para comprar barato en remates”, ironiza. Cuando le pregunto qué le pasa con la pintura de Emilia y qué es lo que lo atrae, me responde: “Cierta cosa de desasosiego, melancolía. Todo lo que no le gusta a la gente que dice ‘qué oscura’”.

Emilia Gutiérrez se formó en la escuela Fernando Fader y en el taller del maestro Demetrio Urruchúa. En 1975 dejó de pintar por indicación médica. Ella decía que tenía alucinaciones auditivas con el color.

En un libro hermoso publicado por Levinas , Raúl Santana escribió que en las pinturas de Emilia Gutiérrez hay dos grandes líneas de fuga: lo sublime y lo siniestro. Escribió también que sus pinturas eran “un espejo de la vida. Mirarlas produce un malestar universal. Una constante en su producción es el extrañamiento de lo familiar. Situaciones domésticas en las que algo está levemente corrido y produce angustia. Tienen un clima de desamparo y desencuentro. Casi todas suceden en cuatro paredes, en el encierro, en los límites del hogar”.

“Algunos de sus dibujos parecen realmente renacentistas, la calidad es absoluta”, me dijo Levinas. “Se nota la eficacia que tiene en los claroscuros, que los hace con tinta. Lo primero que se nota es que no se equivocaba, no hay corrección, no hay trazos previos más livianos para después poner el trazo final, como se hace muchas veces con el lápiz. Algunos, los más lineales, son netamente dibujos, y otros, que son muy trabajados en los fondos y en las texturas, son finalmente una forma de pintar en blanco y negro”.

El cuento de Ana

Ana Montes es pintora y escritora. Estudió Comunicación y cursó la Maestría de Escritura Creativa de la UNTREF, que dirige María Negroni. Es, también, hija de Roberto Montes y desde los seis años está obsesionada con Emilia y con su obra. Escribió artículos, varios. Escribió un cuento que está en su libro Meditación madre (Concreto) y se llama “La flamenca” y está escribiendo una novela sobre la artista. Escribe sobre Emilia y sobre su obsesión por ella. En su cuento, la protagonista, Candela, tiene una fijación con uno de los cuadros de Emilia Gutiérrez, “El pocillo de café” y con el colgante rojo carmesí que lleva colgado la protagonista.

La fijación con la imagen se convierte en obsesión con la vida de la artista y, en una vuelta de tuerca a lo Pierre Menard, así como hay quien dice que Emilia pintó a las mujeres solitarias anticipándose al enclaustramiento en el que terminaría su vida, la protagonista del cuento de Ana reproduce la vida de Emilia y termina recluyéndose en su casa.

Emilia Gutiérrez, “Niña”, 1973. Óleo sobre tela, 50 x 35 cm. Colección Astrid Dick. (Foto: Nacho Iasparra).

Ana dice que la obra de Emilia G. es hipnótica.

Y que la hace feliz que esté teniendo finalmente reconocimiento.

Dice también que está trabajando con los dibujos de Emilia que están en la casa de Gabriel Levinas, catalogando las piezas y profundizando su conocimiento para la novela que escribe, en la que mezcla investigación y ficción.

Todo me lo dice por whatsapp. La imagen de perfil que usa Ana es la mujer de “El pocillo de café”, uno de los cuadros que están habitualmente en las paredes de la casa de su padre y que por estas semanas puede verse en el museo Fortabat.

El cuadro de la obsesión.

Emilia Gutiérrez, “El pocillo de café”, 1969. Óleo sobre tela, 55 x 40 cm. Colección Roberto Montes e hijas. (Foto: Nacho Iasparra)

Las puertas sin abrir

En la introducción a un libro hermoso sobre la obra de Emilia Gutiérrez -el que menciona Cippolini más arriba- que fue editado por Levinas en 2004, Raúl Santana parafrasea a Adorno en su Dialéctica del Iluminismo cuando señala que el tejido psíquico de algunas personas está lleno de cicatrices que fueron heridas, y esas cicatrices “marcan las estaciones donde se detuvo la esperanza”.

“¿Cuántas puertas en aquellos remotos años Emilia habría querido abrir, sin poder hacerlo, hasta olvidar que alguna vez lo quiso? Esta situación, se me ocurre que inherente a la condición humana, ¿no habrá compuesto un programa secreto, altamente significativo en la vida de la artista?”, escribe. Emilia, su obra, su vida, sus fotos, que van desde la luminosidad más rebelde a la oscuridad más dramática, te colman de belleza sombría y también de preguntas.

¿Cómo no enamorarse de su creación?

Emilia Gutiérrez, “Niños con juguete”, 1965. Óleo sobre tela, 65 x 100 cm. Cortesía Cosmocosa. (Foto: Nacho Iasparra)

Libros, vinos, “Blondi” y Santiago Motorizado

Estamos llegando al final, pero antes de despedirme quiero hacerte unas últimas recomendaciones.

* En estos días se inauguró “Te llamaré Viernes” en el Bajo Belgrano, a metros del Barrio Chino. Se trata de una tienda de libros y vinos que viene de la mano de dos amigas queridas y muy conocidas en el mundo de la cultura, Paulina Cossi y Paola Lucantis.

Hay venta de libros con curaduría de los catálogos y una variada agenda que incluye charlas, talleres, presentaciones y catas. El nombre del local llega prestado de una novela de Almudena Grandes, la amorosa sombra tutelar del emprendimiento de las chicas. La cuenta de Instagram es @tellamareviernesok.

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*Gracias a mis hijos muchas veces llego a artistas que de otro modo no podía llegar. Uno de ellos es Santiago Motorizado, a quien escucho con cierta regularidad desde hace unos años, por recomendación de mi hijo menor. Hace poquito lo invitamos a leer en voz alta en el programa de Radio Nacional Vidas Prestadas y eligió un tremendo poema de Elizabeth Bishop para recitar. Podés escucharlo acá.

Y por estos días está circulando en redes su tremenda versión de “No podrás”, el clásico pop de Cristian Castro. No sé cuál será tu reacción y desconozco hasta dónde llegan tus prejuicios, pero por mi parte no dejo de escucharlo en loop y cantarlo a los gritos desde que lo descubrí.

Acá podés ver de qué te hablo.

Emilia Gutiérrez, “Desnudo”, 1974. Óleo sobre tela,60 x 45 cm. Colección Miguel Larreta. (Foto: Nacho Iasparra).

*Sigue en el cine Blondi, la hermosa película que escribió (en colaboración con Laura Paredes), dirigió e interpreta Dolores Fonzi. Es una película que tiene más que ver con el cine indie de otras culturas que con el cine argentino de los últimos años. Una historia de hijas, de hijos, de hermanas, de maternidades contra viento y marea y también de contradicciones. Una película inteligente que emociona; diálogos atractivos, un arte espectacular y música de la Velvet Underground. Y unos actores extraordinarios: Rita Cortese, Carla Peterson, Leo Sbaraglia y un actor que aunque es joven lleva la sangre de viejos actores, Toto Rovito, que la rompe. No la dejes pasar, te va a encantar y vas a salir del cine zen y agradecido.

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Ahora sí te digo chau.

Las imágenes que acompañan este correo son obras de Emilia Gutiérrez que pueden verse en la muestra imperdible de la que te estuve hablando y que sigue hasta julio en el Museo Fortabat.

Espero que tengas una muy buena semana, con días llenos de amor y cosas lindas.

Hasta la próxima.

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