La apuesta de la Generación del 27: una inmensa lotería

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La Generación del 27, como todos los hitos imprescindibles, fue en buena medida producto del azar: tuvieron que confluir, en solo unos años, un buen puñado de jóvenes poetas entusiasmados por las vanguardias pero que al mismo tiempo sintieran una honda devoción por nuestra tradición literaria; que buena parte de ellos coincidiera en la madrileña Residencia de Estudiantes de la Institución Libre de Enseñanza que había fundado en el siglo anterior el andaluz de Ronda Francisco Giner de los Ríos; que a algunos de ellos, como a Gerardo Diego o a Rafael Alberti, se les ocurriera hacerle un homenaje al olvidado Luis de Góngora por el tricentenario de su muerte; que no encontraran apoyos para tal empresa en Madrid y terminaran amparados por el torero Ignacio Sánchez Mejías por la carambola de que al Ateneo de Sevilla no le importara recibir a los escritores madrileños en aquella vísperas de la Navidad de 1927 en las que sus dependencias estaban ocupadas ya por las carrozas de aquella Cabalgata de Reyes Magos que había ideado una década antes Jacinto Ilusión, es decir, el mágico José María Izquierdo –repentinamente muerto en el año del Concurso de Cante Jondo de Granada, 1922- de quien Joaquín Romero Murube, uno de los periféricos injustamente olvidados de dicha Generación, iba a acordarse toda su vida, antes y después de aquellos días inolvidables en que Sevilla –a ambas orillas del Guadalquivir, y el manicomio de Miraflores y el pinar de Oromana y la Venta de Antequera- fue el escenario ideal para que esta Generación estuviera a punto de bautizarse como la de la Amistad, pues aquellas jornadas de antes de Nochebuena bastaron para consolidar la que ya cultivaban los escritores que habían bajado de Madrid, como Jorge Guillén o Dámaso Alonso; los que eran de Madrid pero ya llevaban un tiempo en Sevilla, como el profesor Pedro Salinas; los que venían de otras latitudes andaluzas, como el granadino Federico García Lorca; y los que ya vivían en Sevilla quizás a su pesar y a pesar de tanta belleza desbordada, como Vicente Aleixandre o Luis Cernuda.

Todo eso y más tuvo que ocurrir entre aquel año iniciático de 1927 y el estallido de la Guerra Civil española, en una sola década en la que también tantas compañeras de generación, invisibilizadas como marcaba el signo de la época, arrojaron al aire sus sombreros para publicar al son de los demás, como hicieron Ernestina de Champourcín, María Teresa León, Concha Méndez o Josefina de la Torre, por citar solo a las más conocidas. Y, por supuesto, la publicación de algunas grandes obras que no se van a olvidar jamás, como el Marinero en tierra de Alberti, el Romancero gitano de Lorca, La voz a ti debida de Salinas, Donde habite el olvido de Cernuda, La destrucción o el amor de Aleixandre, el Cántico de Guillén… Y el magisterio, más o menos reconocido entonces, que ejercieron, sobre estos jóvenes, escritores ya consolidados de la generación anterior, como Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez o Miguel de Unamuno, entre otros… Y hasta la incorporación –más por su férrea voluntad de convertirse en escritor a toda costa que por edad ni circunstancias- de un joven de Orihuela al que la poesía había cautivado primero por el rayo del amor y poco después por la rabia incontenible del maltratado viento del pueblo: Miguel Hernández.

En realidad, ocurrieron otras muchas cosas por azar, como la sinergia de talentos que estalló no solamente en la Residencia con otros artistas de otras disciplinas como habría de ocurrir con el músico Manuel de Falla, el pintor Salvador Dalí o el cineasta Luis Buñuel, o como la confluencia de todos ellos en las revistas literarias de la época, no solo en las editadas por aquí, como le ocurrió a Litoral en Málaga, a Gallo en Granada o a Mediodía en Sevilla, sino incluso por el norte, como pasó con Carmen (y su suplemento Lola), o hasta con aquella hermosa publicación que se sacó de su chistera de embajador poético un tal Pablo Neruda que aterrizaba desde Chile con Caballo verde para la poesía… mientras la consolidada Revista de Occidente de Ortega y Gasset quedaba para otros menesteres más ortodoxos… Y por allí derramaron su tinta de metáfora redescubierta no solo los poetas mencionados, sino otros que no iba a mencionar apenas nadie después, hasta ya bien pasados los horrores de la guerra que se volvió tan incivil, como Emilio Prados, José María Hinojosa, Antonio Espina, Pedro Pérez-Clotet o Fernando Villalón… La lista es tan larga, y tan ancha por la España de aquellos felices años veinte que se transmutaron en esperanzadores años treinta, que todo lo que siguió ocurriendo después fue una apuesta por la cultura a toda costa, en las más inhumanas circunstancias –del más allá o del exilio-, y por tanto una terrible lotería sobre el que ni siquiera el fatum tan desarrollado de Federico se hubiera atrevido a profetizar más allá de su propio asesinato…

Sopesando quizá todo ese cúmulo de azares, tan diversos, la Biblioteca Nacional de España (BNE) y la Sociedad Estatal Loterías y Apuestas del Estado han vuelto a unir sus fuerzas este verano para la edición de una colección de décimos ilustrada precisamente con imágenes y fondos procedentes de las colecciones de la BNE. La colección, integrada por los décimos de la Lotería que se venden cada jueves entre el pasado 6 de julio y el próximo 31 de agosto, focaliza, por este orden, solo a nueve autores del 27: Federico García Lorca –con el que se arrancó el día 6 de julio-, Rafael Alberti –el 13 de julio-, Vicente Aleixandre –el día 20-, Dámaso Alonso –el 27-, Luis Cernuda –el 3 de agosto-, Gerardo Diego –este próximo día 10-, Miguel Hernández –el 17 de agosto-, Jorge Guillén –el próximo día 24- y Manuel Altolaguirre, que cerrará la colección el jueves 31 de agosto. Lo azaroso de por donde discurrieron las vidas de cada uno de ellos –o sus muertes- parece ajustarse a la naturaleza de esa insondable rueda de la fortuna que es la propia vida y esta metáfora entre surrealista e institucionalmente conmemorativa que resulta a la postre que algunos de los más señeros autores de la Generación de Plata aparezcan ahora, casi a punto de celebrarse el siglo de la fundación de la Generación como tal, en los décimos de la lotería que a tanta gente le puede cambiar la vida por un golpe de suerte.

Para la colección de estos rostros célebres estampados en los décimos se ha contado con la colaboración del Servicio de Manuscritos e Incunables y el Departamento de Bellas Artes de la BNE. La directora de la BNE, Ana Santos Aramburo, ha insistido en que “es un honor colaborar una vez más con Loterías en esta apuesta por la difusión de la cultura y el patrimonio bibliográfico. Y un placer hacerlo a través de un medio tan entrañable, tan de todos, tan popular, como es el décimo”. El presidente de Loterías y Apuestas del Estado, Jesús Huerta Almendro, por su parte, ha señalado que “el valor del décimo reside en su importancia como bien cultural para difundir todo aquello que somos, nuestras costumbres, nuestra cultura. Y si hay una generación cuyo talento y compromiso destacaron, sin duda tenemos que hablar de la Generación del 27, cuyo legado trasciende hasta nuestros días”.

El Archivo Lagos

Las fotografías de los nueve autores que aparecen cada jueves en el décimo pertenecen a una colección muy significativa para la BNE, el Archivo Lagos. ¿Y cuál es el origen de ese archivo y de ese nombre? Hay que explicarlo. Concepción Gutiérrez Torrero terminaría siendo pasando la historia como Concha Lagos, poeta y esposa del arquitecto y fotógrafo gallego Mariano Lagos Carsi. Fue Concha Lagos (apellido que se incorporó por su marido) quien fundó en 1955 la revista Cuadernos de Ágora, que se estuvo publicando hasta 1964 con el objetivo de ceder espacio a todas las voces poéticas de la época, independientemente de su estética o ideología. Lagos se sirvió de sus contactos sociales y vínculos de amistad con muchos de los nombres más relevantes del panorama cultural español, incluso de quienes habían partido al exilio. La revista llegó a ser considerada una de las más prestigiosas de su tiempo por la calidad de sus firmas, que constituyen una verdadera antología de varias generaciones poéticas. La BNE adquirió al arquitecto y fotógrafo gallego Mariano Lagos Carsi, en 1992, el archivo de la revista Cuadernos del Ágora y dos álbumes de fotografías “con sus negativos de personajes del mundo de la cultura y los espectáculos” del periodo 1927-1973.

A los responsables de la edición de estos décimos tan especiales durante los jueves de este verano no les pasa inadvertido el hecho de que estos autores representaran el progreso y el espíritu crítico, “mostrando inquietudes y reflejando una realidad social tantas veces inexplorada, que se centraba en cuestiones como la injusticia social, la nostalgia o la soledad”, como rezaba la nota institucional que publicaron en el arranque de la iniciativa. En todo caso, la colección está permitiendo a los coleccionistas de lotería y a los amantes de la literatura “homenajear y guardar un recuerdo único de autores que marcaron una época y se situaron a la vanguardia de las letras”.

Desde luego, no es la primera vez que Loterías se embarca en un proyecto cultural de este estilo, usando el décimo como herramienta de divulgación cultural que cada semana llega a millones de personas. Así, en 2021 se dedicó una colección a los Bienes Patrimonio Mundial en España. Y en 2022 se hizo lo propio con la Generación del 98.

La lotería de cada cual

Es curioso que la trayectoria de cada uno de los nueve autores seleccionados para los décimos de los jueves de este verano corriera una suerte absolutamente distinta, entre el extremo de Vicente Aleixandre, que con una quebradiza salud de hierro pudo quedarse en nuestro país hasta recibir el Premio Nobel de Literatura en 1977, y el de Federico García Lorca, asesinado en su Granada por los fascistas al comienzo de la contienda civil. Entre tales extremos, encontramos, por ejemplo, los casos tan distintos de Rafael Alberti y Luis Cernuda.

El poeta de El Puerto se vio obligado al exilio tras la guerra civil, pero siempre soñó, durante casi cuarenta años, con volver a su patria perdida, que no solo se llamaba España, sino Cádiz, El Puerto, la Bahía… Así, fue durante su exilio argentino cuando escribió uno de sus poemarios más maravillosos en este sentido, Ora marítima (1953). Allí podemos leer sus versos de hace ahora 70 años… “Si yo hubiera podido, oh Cádiz, a tu vera, / hoy, junto a ti, metido en tus raíces, / hablarte como entonces, / cuando descalzo por tus verdes orillas / iba a tu mar robándole caracoles y algas!”. Por su parte, el autor de La realidad y el deseo se exilió voluntariamente incluso antes de que estallara la guerra, y luego, ya acabado el conflicto, tuvo menos razones para volver, hasta el punto de que en su último poemario, Desolación de la quimera (1962), el poeta sevillano que ni siquiera mencionó “Sevilla” en Ocnos –la obra dedicada a la evocación de su infancia- habría de escribir en un poema titulado tan significativamente “Peregrino”: “¿Volver? Vuelva el que tenga, / Tras largos años, tras un largo viaje, / Cansancio del camino y la codicia / De su tierra, su casa, sus amigos, / Del amor que al regreso fiel le espere. / Mas, ¿tú? ¿Volver? Regresar no piensas, / sino seguir libre adelante, / disponible por siempre, mozo o viejo / sin hijo que te busque, como a Ulises, / sin Ítaca que aguarde y sin Penélope…”.

La lotería de cada cual fue eso mismo: una lotería, que nos sorprende muchísimo si comparamos al catedrático vallisoletano Jorge Guillén con el poeta y al cabo editor malagueño Manuel Altolaguirre. El primero, desde su profunda Castilla, vino a encontrar la muerte, con 91 años, precisamente en Málaga. Y pasó por la guerra civil tocándole el mejor de los décimos, el de la salvación. Fue sometido a un expediente de depuración por ser “simpatizante de las izquierdas” y ser “de avanzada ideología en el orden político y religioso”. En uno de los informes en que se basaban estas acusaciones se decía que “fue del grupo vanguardista de intelectuales de Madrid, en su mayoría de izquierdas”. Y que estaba “casado con la hija de un hacendado judío, que se asegura que es masón. No tendría nada de particular que lo fuera el referido”. En octubre de 1937, mientras Miguel Hernández lanzaba el poemario que lo llevaría a la cárcel –de cárcel en cárcel y hasta la muerte-, Viento del pueblo, a Guillén le llegó la sanción, que no fue tan grave como hubiera esperado: suspensión de empleo y sueldo durante dos años e inhabilitación para cargos directivos y de confianza. El autor de Clamor se exilió en el verano de 1938 y eso le permitió, primero, dar clases en las Universidades de Middlebury, McGill (Monreal) y en el Wellesley College. Tras fallecer su primera mujer en 1947, se trasladó a Italia, y luego contrajo matrimonio en Colombia con Irene Mochi-Sismondi, a quien había conocido antes en Florencia… A Guillén todavía le dio tiempo a reanudar su labor docente en Harvard y Puerto Rico y a que le dieran en nuestro país el Premio Cervantes en 1976, e incluso a que lo nombraran Hijo Predilecto de Andalucía en 1983. Altolaguirre, por su parte, que desarrolló una intensa labor como impresor y editor en Hispanoamérica, encontró la muerte a los 59 años, sorpresivamente, en Burgos, cuando su coche se estrelló en accidente mientras volvía desde el Festival de Cine de San Sebastián, donde se acababa de proyectar la película El Cantar de los Cantares, basada en el comentario de Fray Luis de León y que había firmado él como guionista y director. Lo acompañaba en el vehículo su esposa de entonces, María Luisa, que murió en el acto. Él lo haría tres días después, en un entierro en el que solo estuvo, de entre todos los del 27, Dámaso Alonso. Qué inesperada, qué azarosa la vida de un poeta que había estado casado antes con la también poeta Concha Méndez, quien habría de escribirle esta inquietante elegía algunos después… “¿De qué trigal malherido / te fueron a levantar, / mi pobre ángel caído? / ¿Acaso era tu destino / ir tan lejos a acabarte / y por eso tanta prisa / tenías cuando marchaste? / ¿Era la cita en Castilla / y esa noche castellana / para acogerte en sus brazos / a esa hora te esperaba? / ¡Qué ajena estaba mi vida / a que tu vida marchaba / en un viaje de ida / sin más vuelta ni más nada!…”. Pura lotería.

Y porque nadie sabe los números que juega desde antes de nacer, igual de sorpresiva resulta la apuesta de Dámaso Alonso y Fernández de las Redondas, que apenas fue “un poeta a rachas” hasta después de la guerra –dicho esto por él mismo-, si la comparamos con la del arrojado Miguel Hernández, a quien el propio Alonso calificó de “genial epígono del 27”… El autor de Hijos de la ira (1944), que escribió mucha más crítica literaria que versos, encontraría la muerte en su casa de Madrid, por un infarto, a los 91 años… y después de, sin haberse tenido que exiliar, ser el director de la Real Academia Española (RAE) y miembro de la Real Academia de la Historia, y haber recibido todos los premios habidos y por haber, desde el Nacional de Literatura en 1927 (¡qué año!) hasta el Premio Cervantes en 1978. Al autor de Cancionero y romancero de ausencias, en cambio, apenas si lo dejó su propio padre terminar el Bachillerato, se hizo poeta precoz a base de leerse de un trago toda la biblioteca de su pueblo y mártir de la poesía con solo 31 años, después de pudrirse mientras hacía “turismo por las cárceles españolas” –suya es la expresión- entre la dura guerra y aquella amarga posguerra en la que él no tuvo más posibilidades que la de escribirle a su segundo hijo –el primero había muerto- una “Nana de la cebolla” que era el envés de la lotería con la que él mismo se había encontrado en su desgraciada vida. Lo de la muerte parecía ser en su caso una papeleta segura, aunque él ya tuviera escritos los versos oportunos: “Si me muero, que me muera / con la cabeza muy alta. / Muerto y veinte veces muerto, / la boca contra la grama, / tendré apretados los dientes / y decidida la barba. / Cantando espero a la muerte, / que hay ruiseñores que cantan / encima de los fusiles / y en medio de las batallas”. Pura lotería.

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