Los cien años de mi madre

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Un luminoso 21 de abril de 1923 nació mi madre. Aún se hablaba en Guatemala de la Gran Guerra, también llamada la Primera Guerra Mundial, y de la gripe española que provocara la muerte de más de 50 millones de personas en diferentes partes del mundo. Como país, estábamos en una profunda crisis, y José María Orellana ocupaba entonces la silla presidencial, luego de sucesivos cambios en el gobierno.

Tres años antes del nacimiento de mi madre, su amado abuelo, el abogado Buenaventura Echeverría, había sido secretario del partido que derrocara al dictador Estrada Cabrera. Así la agitada marea que preparó su llegada al mundo. Muy pequeña, de la mano de sus abuelos, su madre y demás familia, ella partió a Estados Unidos, donde su abuelo se desempeñó, por algunos años, en un cargo diplomático. De allí su pronunciación envidiable del idioma inglés. A su regreso estudió en Guatemala toda la primaria, y ella cuenta que fue la “abanderada” en sexto grado. Aún hoy, recita y canta, desde una memoria irreductible, poemas y canciones que aprendió en aquellos años. Uno de mis preferidos es A Margarita Debayle, de Rubén Darío, el modernista por excelencia.

Mi madre ha sido una mujer y muchas. Trabajó desde muy joven, y nunca dejó de hacerlo hasta sus 65 años. Jamás fue a una escuela de contabilidad o finanzas y, sin embargo, manejó los fondos de una gran empresa, por muchos años. Era al mismo tiempo muy seria, pero contaba (y aún cuenta) unos chistes de salón que nos sacaban aplausos, mientras ella mantenía una expresión inalterable en su rostro. Baila, hasta hoy, como las diosas que se saben genuinamente libres, a pesar de haber vivido en un tiempo y una sociedad que pedía recato, obediencia y silencio a las mujeres. Es calígrafa, hacía los mejores pasteles del mundo y devora libros.

Sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial; a un matrimonio como tantos de su época, definidos por un orden patriarcal severo y tantas veces doloroso; a la crianza de un hijo y cuatro hijas, todos inquietos y distintos; a una Revolución de Octubre que reconfiguró el paisaje socioeconómico, cultural y político de su época; a varias dictaduras y golpes de Estado; a un conflicto armado interno de 36 años, con toda su cauda de sangre y tortura; a la muerte de mi padre; a largas jornadas de trabajo; y a una pandemia que se llevó a tantos de su generación.

Una mujer de su tiempo, pero también siempre adelantada a él, mi madre es la mejor para nosotros. Vivió y sigue viviendo su maternidad de manera justa, nunca sobredimensionada ni empalagosa; a su manera, ha estado presente siempre, y nos ha visto hacernos personas adultas, sin interferir demasiado en nuestros caminos. Nunca un grito, aun cuando sobraron las razones. Y para mis hijos fue la abuela de los cuentos, sacados del mismo libro de portadas rojas gastadas por el tiempo que usó para compartir con nosotros, sus hijos.

De ella heredamos las ganas de libertad y el no aferrarnos al miedo, aunque lo sintamos tantas veces y enfrentemos la incertidumbre. En este mundo de culpas, pecados, violencias, órdenes sagrados, silencios, corrupciones y roles definidos para las mujeres, ella ha hecho, en buena medida, lo que ha querido. A pesar de tener sobre ella los reflectores que se ponen sobre cada madre que da a luz, ella supo preservar su autonomía y sus ganas de vivir, y ninguna enseñanza es mejor que esa. Criados a fuerza de dichos populares, aprendimos de memoria su “viajar es vivir”.

Querida madre nuestra, aquí está tu tribu, tu clan, tu familia. Un hijo y cuatro hijas celebramos tu vida, al igual que lo hacen tus diez nietos, tus once bisnietos y todos los que son hijos y nietos del corazón, porque han unido sus vidas a las nuestras. Estás de pie, como los robles, y aferrada a la vida, como las ceibas centenarias que son refugio de nidos. Tu siglo no ha pasado en vano, y el mundo es mejor porque tú has estado en él. ¡Felices 100 años, madre nuestra! Te amamos con el corazón.




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