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Una de nuestras cimas de la poesía amorosa castellana es sin duda la breve obra de Gustavo Adolfo Bécquer, en cuyas Rimas el poeta sevillano demostró todos los efectos que puede producir el amor en esa versión madura de un Romanticismo español y tan tardío. Sin embargo, amor lo que se dice amor -el amor en el esplendor de su propio descubrimiento- hay poco en estos célebres versos. Todos recordamos el escalofrío que produce ahondar en la promesa de Bécquer por una mirada o, más aún, por una sonrisa, o por un beso. Todos recordamos cómo el yo poético de aquellas rimas empieza a creer en Dios el día en que la ha visto y lo ha mirado, y la pupila azul de ella, tan parecida a una perdida estrella… Sin embargo, siempre tendrán mucho más peso aquellos poemas terribles de cuando el amor se acaba, la certidumbre dramática de que volverán las oscuras golondrinas pero ya no serán las mismas, ni mucho menos. “Ni sé tampoco en tan terribles horas / en qué pensaba o qué pasó por mí; / solo recuerdo que lloré y maldije, / y que en aquella noche envejecí”, escribirá Gustavo Adolfo en el cenit de su tragedia amorosa recordada. Porque el amor es como un rayo que no cesa, que diría Miguel Hernández, y del mismo modo que puede iluminar, también mata. Y toda esa poesía centrada en la ceniza del propio amor, en su propio dolor, quizá haya dado más versos a la mejor literatura de todos los tiempos que la otra. Y por eso ahora que estamos en el cenit del peor invierno, ahora que falta todavía para San Valentín, podríamos recrear el reportaje literario de este domingo con esos versos universales con que la otra cara del amor también ha contribuido a la mejor literatura. “Hay una raíz amarga / y un mundo de mil terrazas. / Ni la mano más pequeña / quiebra la puerta del agua”, escribirá García Lorca en su Diván del Tamarit. “Duele en la planta del pie / el interior de la cara, / y duele en el tronco fresco / de noche recién cortada. / ¡Amor, enemigo mío, / muerde tu raíz amarga!”.
Desde el fondo del propio Renacimiento literario, vienen esos versos doloridos del compungido Garcilaso de la Vega, disfrazado de pastor traicionado. Será Salicio, en pleno siglo XVI y en aquella égloga recreada junto al Tajo quien le reprochará a Galatea: “Tu dulce habla ¿en cúya oreja suena? / Tus claros ojos ¿a quién los volviste? / ¿Por quién tan sin respeto me trocaste? / Tu quebrantada fe ¿dó la pusiste? / ¿Cuál es el cuello que como en cadena / de tus hermosos brazos añudaste? / No hay corazón que baste, / aunque fuese de piedra, / viendo mi amada hiedra / de mí arrancada, en otro muro asida, / y mi parra en otro olmo entretejida, / que no s’esté con llanto deshaciendo / hasta acabar la vida. / Salid sin duelo, lágrimas, corriendo”.
Desde luego, no habrá época tan misógina como el Barroco para que aquel príncipe de las tinieblas llamado Góngora nos recuerde los peligros del amor en uno de los sonetos más inquietantes del siglo XVII, aquel que comienza hablando de “la dulce boca que a gustar convida”, en el que advierte: “Amantes, no toquéis, si queréis vida; / porque entre un labio y otro colorado / Amor está, de su veneno armado, / cual entre flor y flor sierpe escondida. / No os engañen las rosas que a la Aurora / diréis que, aljofaradas y olorosas / se le cayeron del purpúreo seno; / manzanas son de Tántalo, y no rosas, / que pronto huyen del que incitan hora / y solo del Amor queda el veneno”.
Telarañas cuelgan de la razón
Quizá ningún poeta español del siglo XX haya conseguido cifrar en versos el desesperante dolor del desamor consumado, o la cruel y dañina indiferencia del objeto amado, como Luis Cernuda, aquel poeta del deseo condenado a una mortificante realidad. Así lo dejó por escrito en su poemario aparentemente surrealista Un río, un amor, de 1929: “Telarañas cuelgan de la razón / En un paisaje de ceniza absorta; / Ha pasado el huracán del amor, / Ya ningún pájaro queda. / Tampoco ninguna hoja, / Todas van lejos, como gotas de agua / De un amor cuandos se seca, / Cuando no hay lágrimas bastantes, / Porque alguien, cruel como un día de sol en primavera, / Con su sola presencia ha dividido en dos un cuerpo”. Ese inolvidable poema cernudiano terminará dirigiéndose al amado en estos términos: “Tú nada sabes de ello, / Tú estás allá, cruel como el día; / El día, esa luz que abraza estrechamente un triste muro, / Un muro, ¿no comprendes?, / Un muro frente al cual estoy solo”. También su compañero de generación Vicente Aleixandre escribirá sobre el último amor: “Amor mío, amor mío. / Y la palabra suena en el vacío. Y se está solo. / Y acaba de irse aquella que nos quería. Acaba de salir. / Acabamos de oír cerrarse la puerta. / Todavía nuestros brazos están tendidos. Y la voz / se queja en la garganta. / Amor mío…”
Ese dolor, solo expresable en clave surrealista en el caso de Cernuda, atravesará ya buena parte de la desolada poesía amorosa del siglo XX, como escribirá Alejandra Pizarnik tantos años después en aquel brevísimo poema titulado “Nombrarte”: “No el poema de tu ausencia, / solo un dibujo, una grieta en un muro, / algo en el viento, un sabor amargo”. La poeta argentina nacida en el año de nuestra guerra civil escribirá en otro poema titulado “Cenizas”: “Hemos dicho palabras, / palabras para despertar muertos / palabras para hacer un fuego, / palabras donde poder sentarnos / y sonreír. / Hemos creado el sermón / del pájaro y del amor, / el sermón del agua, / el sermón del amor.” Y terminará poco después, en dolorida soledad: “Yo ahora estoy sola / -como la avara delirante / sobre su montaña de oro- / arrojando palabras hacia el cielo, / pero yo estoy sola / y no puedo decirle a mi amado / aquellas palabras por las que vivo”.
Hasta el poeta cubano Gastón Baquero, fallecido hace ya un cuarto de siglo, se empeñó en dibujar con versos el dolor infernal del acabóse amoroso, la inefable pena de la otra cara del amor, indagando en la plástica de la palabra “jamás”. En Magias e invenciones (1984), escribirá: “Si cae en tus manos / la palabra jamás, / la terrible palabra / que pone punto final a la pasión / y al destino, / sentirás que está llena de infinito, / y que la serpiente inmóvil de la S / es un eslabón entre el fuego y la nieve, / entre el infierno y el cielo, / entre el amor y la música. / La palabra jamás con ese final / no termina nunca; / rodea la tierra y salta luego, / perdiéndose en el océano / de las estrellas”. Un año después, en 1985, Luis Alberto de Cuenca explicará en La caja de plata esa otra “Conversación” que surge inapelable y doliente frente al ex: “Cada vez que te hablo, otras palabras / hablan por mí / como si ya no hubiese / nada mío en el mundo, nada mío / en el agotamiento interminable / de amarte y de sentirme desamado”.
La poeta madrileña Almudena Guzmán, que hizo su tesis doctoral sobre la figura del misógino Quevedo, escribirá en El libro de Tamar -Premio Internacional Ciudad de Melilla en 1989 y prologado nada menos que por Claudio Rodríguez- sobre la asfixiante sensación de no poder seguir amando en aquellos otros atardeceres después del amor: “Lo peor de todo era el atardecer. / Cuando las aves frías tachonaban el bosque / de rumores y sombras, / tu recuerdo me ceñía las costillas / como un pulpo de fuego… / Daniel: ¿Por qué me has abandonado?”. Más recientemente, en Calendario (2001), escribirá en versos tan menores como dolorosos: “De un tiempo / a esta parte / estoy prisionera / en un coche / de gritos y hielo / que circula / por carreteras oscuras / y en vertical / como catedrales, / deslumbrada / por luces largas / de los que vienen / en sentido contrario / que sois todos”.
Adiós
En pocas poetas como en la uruguaya Idea Vilariño -que convirtió en arte hasta su tormentosa relación con el novelista Juan Carlos Onetti- encontramos la contundencia del adiós amoroso: “Aquí / lejos / te borro. / Estás borrado”. Incluso el polifacético artista asturiano Ángel Guache poetiza tan frívolamente el adiós del amor cuando se tiene que acabar: “Fue mentira tu amor / tus besos gesticulantes e indecisos / fue una farsa / el brillo de barniz de tu mirada / ya no es azul el cielo / no persigo tus pasos / borraré nuestra historia / con una goma de borrar”. Y por terminar con uno de los nuestros, pocos poetas andaluces de hoy en día como el roteño Felipe Benítez Reyes han indagado tan profundamente en la otra cara de esa luna que no siempre ilumina las noches de amor: “Hay siempre mar de fondo en el amor. / Hay siempre lunas muertas, estrellas despuntadas, / sombras de muertos ángeles. / Hay siempre nubes negras y el cadáver de un cisne. / Hay un viento que arrastra los jirones de niebla / y una mano enemiga que desgarra la niebla. / Hay siempre mar de fondo, / siempre esconde el amor su aurora oscura”.
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