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Muchos poetas de la edad y la latitud de Víctor Jiménez llevan casi medio siglo, o más, haciendo versos en el sentido aquel que le dio Gil de Biedma a lo que no es un juego, sino “algo / parecido en principio / al placer solitario”. El poeta sevillano, que lleva desde los años 80 entregado a este placer intermitente, publicando uno o dos poemarios por lustro, se presenta ahora con una antología –editada por Valparaíso Ediciones y con prólogo de Juan Lamillar- titulada El agua entre las piedras. El libro no será presentado en sociedad hasta el próximo 12 de junio en el Círculo de Labradores de la sevillana calle Pedro Caravaca. Pero ya está en las librerías y ya hay lectores que se han dejado acariciar por estas piedras húmedas que son cada uno de los diversos –en fondo y forma- poemas publicados anteriormente, en sus respectivos poemarios, entre 1984 y 2022. “No sé muy bien por qué escribo. / Acaso por si algún verso / no fuera a dar al olvido”, dice por soleá Jiménez en uno de sus poemarios más recientes, el de 2019 titulado Con todas las de perder. Y lo dice alguien que ha escrito toda su vida en todos los metros posibles: los populares que enraizaron en el flamenco, el romance con el que duelen las íntimas historias o el endecasílabo con el que la poesía se suele hacer culta, especialmente en el soneto, que para Víctor Jiménez sigue siendo la medida exacta de todo lo medible en la vida. “Lo tuyo no tiene arreglo”, insistirá él por soleá: “La vida se va con otros / y tú escribiéndole versos…”. Es la inevitable levedad del ser de quien se siente poeta más allá de todos los quehaceres: “Al final, siempre me quedo, / cuando tengo que elegir, / con el canto en vez del cuento”.
Víctor Jiménez nació en Sevilla en 1957 pero vivió muchas vacaciones infantiles en Alcalá de Guadaíra, como habrán de reflejar sus versos del año pasado en esa delicia de librito titulado con uno de sus propios endecasílabos: Cuando eran una vida los veranos. Y desde siempre ha compaginado su labor docente en institutos, también reflejada en Al pie de la letra (La Isla de Siltolá, 2011), con la creación poética que lo ha empujado, por ejemplo, a dirigir la Colección Ángaro o a presentarse a numerosos premios, pues no en vano está en posesión de varios galardones como el de Villa de Benasque, el Florentino Pérez-Embid de la Real Academia Sevillana de Buenas Letras, el Rosalía de Castro o el Fray Luis de León, entre otros. Hace solo una semana, se hizo con el premio de la LII edición de los Juegos Florales de la Hermandad de la Vera Cruz de Sevilla por un tríptico de sonetos titulado “Los días azules”. Sin embargo, la poesía de la experiencia que representa Víctor, o la experiencia de su poesía, que tanto da, no se mide en premios, sino en pálpitos cada vez que el poeta baja a la calle, porque la poesía, como dejó dicho Bécquer, está en el aire, y el único acercamiento al que aspiran los poetas ineluctables es captar algo de su esencia en esa composición que suelen llamar poemas. Jiménez no es solo heredero del sevillano autor de las Rimas, sino también de los hermanos Machado, criados también aquí, y de Cernuda, evidentemente, y hasta de Miguel Hernández o Blas de Otero, porque no importa que los versos de estos últimos brotaran en otros suelos si la experiencia que los motivó era igualmente materia de esa poesía de la experiencia que también ellos fueron moldeando, mucho antes de que el epígrafe hiciera fortuna. La experiencia poética está sublimada en el título de esta antología de todo lo escrito hasta ahora por Jiménez: el agua entre las piedras. Como apunta Juan Lamillar en el prólogo, “en él se alían lo sólido y lo ligero, la piedra dura que para Rubén era dichosa porque esa ya no siente y el agua que se derrama por toda nuestra tradición lírica”. Y añade Lamillar: “Quizá el lector no sepa si afianzarse en la piedra o dejarse llevar por la corriente. Firme o fugaz, acertará al alzarse o sumergirse en estas páginas, porque en ellas encontramos una piedra que canta y un agua que vivifica el recuerdo y lo convierte en música, esa música que se desprende de las palabras cuando nos acercan al misterio”.
Hijo de los grandes poetas
En la poesía de Jiménez se advierte fácilmente la honda huella que dejaron en él los clásicos –desde Góngora-, no solo por el manejo de los recursos expresivos de todo tipo, sino también por el trasfondo de los temas de siempre, desde el existencial hasta ese asunto poético por excelencia que es el tiempo, pasando por el amor y el desamor, claro, a los que se une todo ese anecdotario trascendente del que se nutre la poesía de la experiencia del último medio siglo, guiños al modernismo, al decadentismo y a los dejes cancioneriles de la poesía popular de todas las épocas, empezando por la suya propia, por supuesto. “El sol en el crepúsculo agoniza. / Clava la noche, fríos, sus puñales, / mientras la niebla empaña los cristales / del aire con su aliento de ceniza”, comenzaba uno de sus sonetos en aquel primer libro de 1984 titulado La Singladura. Y continúa, con metáforas tan telúricamente taurinas: “En el cielo la noche pinta en tiza / dos astifinos cuernos criminales. / Con sus bravos y negros sementales / va enlutando su página plomiza. / Muge la noche, brama despiadada. / Yace bajo sus astas el espada, / corneado de muerte por la fiera. / Ya lo llevan de sombra malherido. / Un silencio de duelo es el tendido. / La tarde se desmaya en la barrera”. En otro soneto de aquel mismo libro, también obsesionado por el nihilismo nocturno, rematará con estos dos tercetos antológicos: “así la noche –su hora ya cumplida- / al cabo se abandona al frío inerte / de la dura, desierta madrugada. / Como el amor en brazos de la vida. / Como la vida en sombra de la muerte. / Como la muerte en humo de la nada”.
De Cuando venga la luz, de 1994, se incluyen en la antología algunos bellísimos poemas sobre el amor y el erotismo enjugados, como suele, en las ramas frescas de la naturaleza: “Con la luna, has llegado hasta el umbral / sin que a tu voz ladraran mis mastines. / Segura y fácilmente / has abierto la puerta / de mis ojos, / como si siempre hubieran sido tuyos. / Luego, en silencio –mientras iban / cayendo / una / a una / todas tus prendas en el suelo- / el lóbrego pasillo sube al corazón. / Y, por fin, has entrado / desnuda, como lumbre. / Con las manos abiertas / yo te esperaba en sombra, / solo en la soledad de mi vigilia. / Y encendiste la luz con sólo un beso”.
Qué dura es la distancia entre el amor adolescente y esa sequía del teléfono colgado en el recuerdo. De aquellos años del amor recién estrenado evocará el poeta: “Como el náufrago aquel que entre las olas / de arena del desierto, bajo un cielo volcánico, / descubre la frescura de un oasis, / así, de vuelta a casa con la tarde, / corría hacia el teléfono / para calmar mi sed / de ti / con el agua sonora de tus labios. / Entonces la distancia era una cerca / que saltaban los potros / salvajes del amor. Y hablar contigo / era hacerte un retrato distinto cada día / con la imaginación / en el lienzo más hondo de mis ojos, / mientras desnuda, / como diosa en la luz, / tu voz posaba dulcemente”. El adversativo, que siempre rompe los poemas que contienen tanta vida, no tarda en saltar como un resorte: “Mas hoy es otra historia. Es tiempo / de sequía y están exhaustos los caballos / para saltar la empalizada / que el frío entre nosotros levantó. (…) De ayer no queda más / que este mudo teléfono colgado / de mis sueños, / al que a lo largo del olvido, / como a un viejo los dientes, / se le fueron cayendo con la edad / uno / a uno / los números”.
Siempre el amor
Entre los grandes temas de la experiencia –vital o poética-, siempre el amor, jugando a las alegorías incluso marítimas, como hace Jiménez en ese poema que da nombre al libro Apenas si tu nombre, de 1997. “Sí, nada sé de ti, apenas si tu nombre. / A nadie se le escapa / que es poco para amarte, / para llamarte vida, mía…, bueno, / ya sabes, las palabras que, iguales a las olas, / en las altas mareas del amor / ardiendo suben a los labios, / mas pronunciamos solamente / cuando la bajamar –o bajamor-, / cuando ya sólo son agua estancada, / territorio marino de las aves zancudas / del tedio y la rutina”.
Precisamente los poemas más cálidos y evocadores de aquel libro de hace un cuarto de siglo son los que focalizan los amores juveniles: “Me gustaba encender / el fuego de mirarnos / los dos hasta que tú –siempre eras tú- / apagabas, vencida, la mirada / y, en fuga, tus cabellos / eran oro y laurel por mi victoria. / Mirarte así, radiante / y tímida a la vez, / era tocar –con la delicadeza / del arqueólogo / cuando rescata un ánfora perdida / en los siglos y el limo –el alba / con los ojos…”. Y su manejo del cuarteto es, en este sentido, tantas veces exquisito: “Hace ya no sé cuánto que tenía / tu aurora veinte alondras en su cielo. / Veinte alondras volando a ras de suelo / de mi memoria tuya, y todavía. / Tenías veinte alondras en tu gloria / y tu piel era un cielo de alboradas. / Ya sólo tengo veinte puñaladas / justo en el corazón de la memoria”. Y termina: “Vives dentro de mí. No vives fuera. / Como el sol y su hiriente luz altiva / conmigo vivirás mientras yo viva, / y morirás conmigo cuando muera”.
Y la nostalgia
Si el tema por antonomasia de toda poesía es el tiempo, y máxime la que se etiqueta como de la experiencia, este se concatena con el de la melancolía. En este sentido, Las cosas por su sombra cierra el siglo XX y también la primera etapa de su autor. Precisamente la nostalgia por los años perdidos se cifra en el primer poema rescatado, construido a base de deliciosos alejandrinos en un poema titulado con los mismos ingredientes de la antología: “Piedra en el agua”, que dice así: “Emigraron los años lo mismo que las aves. / De aquellos días tibios, serenos de la infancia, / como vagos esbozos sobre lienzo de niebla / apenas han quedado, suaves, en mi memoria / algunas pinceladas de leve veladura. (…) / Hoy, sentado en el íntimo umbral de cada tarde / bajo el cielo aterido y tordo de noviembre, / para olvidar que el tiempo también tiene su prisa, / en las cálidas olas de ayer mis ojos hundo / como en los de una niña morena y misteriosa”.
Más de veinte años después, aunque no sean nada según el tango, el autor volverá a recordar “cuando eran una vida los veranos”, justamente después de la experiencia reveladora de la pandemia, para dejar constancia de que las lunas de Oromana siguen siendo lo más puro de un paisaje cambiado por su paisanaje: “Esta luna afilada / que hoy traspasa los pinos / hiriendo los caminos / que van hacia la nada; / esta luna taimada / que maneja hilos finos / y con nuestros destinos / hace siempre jugada; / no es la luna que ayer, / hasta el amanecer, / se bañaba en el río / de luz de aquellos años / cuando, sin desengaños, / todo el tiempo era estío”. El tiempo y los pasos perdidos, la lluvia, las mareas, las arriadas de antes y el descubrimiento casual de la poesía seguían siendo en la transición hacia este siglo la materia prima de este poeta que seguía entreviendo con los ojos del corazón la dirección exacta de su propia infancia, interpretada al alimón por el arte mayor y también por el menor: “Donde hoy una ventana, / hubo ayer una puerta / de par en par abierta / al sol de la mañana. / Donde hubo una campana / tocando a vida cierta, / hoy sólo se despierta / mi pena y y se desgrana. / Ansiar tanto el encuentro. / Correr sin que se acabe. / Llegar bajo la luna. / Y está mi infancia dentro. / Y he perdido la llave. / Y no hay puerta ninguna”.
¿Un mal profesor?
Quizá sean incompatibles el ejercicio del intimismo poético y el de la docencia. Pero solo quizá. Víctor Jiménez ha dilucidado sobre esta cuestión a lo largo de toda su vida laboral, porque ha tenido ambas ocupaciones para alimentarse, a la vez, el alma y el cuerpo, y cuando ha tenido sobrada perspectiva para llegar a una conclusión ha preferido contestarse con un irónico “Propósito de enmienda” que, como apunta Lamillar en el prólogo, se levanta en rigor “contra el sistema educativo actual, tan denostado por otra parte en juiciosos ensayos”. “Soy un mal profesor –lo reconozco- / que no se adapta, como debe, / a los tiempos que corren”, escribirá en Al pie de la letra (2011). Y añade, prosaicamente sarcástico: “Confieso que no estuve / hoy a la altura de las circunstancias. / He puesto un parte, leve, de conducta / a tres alumnos que no hacían nada / más que gritar, reírse, levantarse / de su sitio y lanzar aviones de papel. / Por suerte, su tutor, / debidamente actualizado, / me hizo ver al instante / que estaba en un error, que no debemos / sancionar por tan poco, que son jóvenes / y no pueden estar como estuvimos / nosotros en la escuela, sentados y en silencio, / que todo es consecuencia del cansancio / acumulado en estos largos meses –dos meses-, / cansancio que nos lleva al malhumor / y a cierta intolerancia. / Ahora me arrepiento / de mi poca paciencia / y de haber coartado, torpemente, / la creatividad / de estos grandes muchachos de altos vuelos, / futuros ingenieros aeronáuticos. / Por suerte, como dije, siempre están / los compañeros / los buenos compañeros para abrirte los ojos”.
El repaso a la vida en las aulas focaliza también a los viejos compañeros, al “canto falaz de la sirena”, a las vacaciones, al examen de pendientes y, cómo no, a los buenos estudiantes, que “tienen mala memoria”. “A menudo, te cruzas con ellos por la calle / y siguen, sin mirarte, en sus asuntos. / Son ahora señores importantes: / médicos, abogados, arquitectos, / notarios, ingenieros, empresarios… / que tienen poco tiempo y pronto olvidan / que un día fueron tus alumnos”, dirá. “En cambio, con frecuencia, cualquier tarde, / se te queda mirando y te sonríe / de pronto el camarero que te sirve una copa, / la joven dependiente de unos almacenes, / el técnico que llega y entra en casa / a reparar un electrodoméstico / o la cajera de un supermercado… (…) / … Y te dices / que, si fuera posible, si pudieras / volver de nuevo atrás, le aprobarías, / sin dudarlo y con nota, Humanidades”.
El sugerente título de La mesa italiana, de 2015, evoca la conjunción del teatro y el cine en el juego de títulos de famosas películas para presentar al amor con sensualidad elegante a veces, y otras con machadianas palabras verdaderas, y en todo caso para definir el propio libro, trasunto de la vida, como “cartelera de incertidumbres”. Y del cine a la música, la más honda del corazón maduro, con Frecuencia modulada, de 2018… “Me dices que no sabes que te pasa, / que no duermes muy bien últimamente, / que empiezas a notarte diferente / y andas como una extraña por la casa”, comienza un inquietante soneto, para continuar de esta guisa: “Que lo mismo la duda te traspasa / que la ilusión te lleva en su corriente, / que no estás… y pareces como ausente / y que harías con todo tabla rasa. / Y aunque callo, no pienso en otra cosa / porque también me pasa y ando así. / Y, entre las suaves sábanas inermes, / te imagino desnudamente hermosa, / pensando en mí como yo pienso en ti / cada vez que me dices que no duermes”.
Desde luego Jiménez se mueve en el soneto como lírico pez en las aguas de una tradición siempre al borde de su propia innovación: “Si quieres que te mienta, yo te miento. / Y te digo que nunca fuiste nada / más que el capricho de una madrugada / o el deseo fugaz que apaga el viento. / Que no te tengo a flor de pensamiento / ni es tu ausencia una aguda y fría espada / que me atraviesa el corazón, clavada / en los más hondo de mi pensamiento”. Los tercetos finales son verdaderamente antológicos: “Si quieres que te mienta, ahora te digo / que en mis noches jamás soñé contigo / y, aunque me olvides, duermo a pierna suelta; / que acabas de marcharte y no me importa / si la distancia es más o menos corta, / porque yo no me muero por tu vuelta”.
Por soleá, hasta la muerte
“Adioses hay, como el agua, / que en tus grietas se hacen nieve / y acaban rompiendo el alma”, dirá el poeta en una de sus últimas entregas, también recogida fragmentariamente aquí. Con todas las de perder es un libro sentenciador porque usa el formato del cante por soleá, exprimido hasta esa esencia andaluza de quien también ha bebido, y tanto, de otro Jiménez, el maestro Juan Ramón, y de quien conoce los resortes senequistas de la poesía popular andaluza que jamás emplea una palabra de más para decirlo todo: “Desde que no estamos juntos, / llevo en el pecho un reloj / que da las sombras en punto. / No sé nunca en esta fecha, / por más vueltas que le doy, / qué regalarle a tu ausencia”.
Por supuesto, también la muerte, como el envés de la vida, tenía que formar parte de una obra poética tan completa: “Ojalá fuera verdad: / la muerte, un punto y seguido / en vez del punto final”, dice un poeta que se defiende igual con el octosílabo del pueblo del que proviene que con ese endecasílabo derramado en su propia alma, directamente, desde los primeros manantiales italianizantes que hicieron nuestra poesía tal y como es, empecinada siempre en las grandes, duras, tristes, inapelables verdades: “Se nos escapa el tiempo. Queda nada / del sueño aquel, de aquella edad dorada / cuando eran una vida los veranos. / Y, al fin, la oscuridad. No hay quien acierte / a descifrar las claves de la muerte. / Se nos escapa el tiempo entre las manos”. Y es verdad. Pero siempre nos quedará la experiencia de la poesía o la poesía de la experiencia. Y siempre habremos de volver sobre las estelas en la mar que deja con sus versos un poeta como Víctor Jiménez, convencido también de que solo “al andar se hace camino”, cómo no. Y que jamás podríamos andar, estrictamente, si no existieran las palabras.
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